UN VIAJE DEL QUE NUNCA REGRESARÉ
Ocho meses después de la ida, y siete desde la vuelta, abro la carpeta “Malvinas Argentinas” del escritorio del ordenador, con la esperanza de que viendo las fotos este texto se escriba solo, de que no tenga que poner palabras a todos los sentimientos que están aflorando y tornando mi piel con ese aspecto tan conocido también por el frío.
Dando un sorbo a la taza de mate entre foto y foto, regreso a ese mes entre julio y agosto, en el que cambió la única manera en la que pensaba que podía discurrir el tiempo. Regreso a Malvinas Argentinas, ese barrio a las afueras de Córdoba, en el que viví, junto a quienes fueron mucho más que mi grupo durante este viaje, en un mundo paralelo y del que, para suerte o desgracia, todavía no hemos vuelto completamente.
Cierro los ojos y recorro las calles polvorientas del barrio, con esos postes de luz amenazantes por el bailoteo provocado por el viento, repletas de imágenes y recuerdos maravillosos: intensas tardes de fútbol y juegos con los niños, vueltas a casa acompañadas de personas increíbles o conversaciones inolvidables. Guiada por una mano que estruja la mía, entro en el Primario y, lo primero que siento, es ese frío que me cala hasta los huesos. Sin embargo, enseguida siento un calor especial cuando, las voces que se escuchaban a lo lejos, van tomando intensidad hasta que se convierten en gritos, risas y fuertes abrazos. Tras cinco minutos de silencio, en los que hemos izado la bandera argentina al son de “Sube, sube bandera del amor”, vuelve el jaleo de niños corriendo con unas canicas en una mano, y un balón de fútbol en el pie.
Me imagino en el Secundario, haciendo alguno de los talleres de la tarde en la “Casa de los jóvenes”: fútbol, vóley, danza, ajedrez o rap, y respiro el talento y la ilusión que inundaba. Siento esos ojos iluminados al hacer lo que más les gustaba y me siento muy afortunada por haber compartido esos momentos con ellos, entre risas y miradas cómplices indescriptibles. Al terminar, después de la dulce merienda, visito las tiendas del barrio, y ya volviendo, me encuentro con Bruno, el perro que siempre nos acompañaba hasta casa.
Dentro de la carpeta, encuentro otra bajo el título “Colonias de aprendizaje”, la abro, y contemplo las fotos de esos cuatro primeros días que pasamos allí. Quién iba a decirnos que esos rostros que nos recibieron con una mezcla de vergüenza, curiosidad, rechazo…, terminarían significando tanto, no solo durante ese mes, sino durante, estoy segura, el resto de nuestra vida.
Cierro la carpeta, apago el ordenador e intento regresar de este viaje virtual. Sin embargo, sé que una parte de mí se ha quedado allí para siempre.
JULIA DE LAS OBRAS-LOSCERTALES SAMPÉRIZ